La actualidad
y vigencia de Trotsky, a 75 años de su asesinato
El
martes 20 de agosto de 1940 hacía calor en las afueras del distrito federal de
México y las nubes en las montañas anunciaban lluvia cuando "Jacson",
un supuesto simpatizante de la IV Internacional, ingresó a la casa de León
Trotsky. Ese verano, el planeta entero se hundía en la barbarie de la reacción
y la guerra mundial. En mayo el Tercer Reich culminaba la invasión de Bélgica,
Holanda y Luxemburgo; en junio, también se quebraba la resistencia francesa.
Hacía poco menos de un año el ejército franquista había entrado en Madrid y en
Barcelona, sellando la derrota de la revolución española, traicionada desde
adentro por la dirección del Partido Comunista y los agentes rusos. La Unión
Soviética, por su parte, mantenía su alianza con la Alemania nazi, firmada en
el tratado Ribbentrop-Molotov de agosto de 1939. Víctor Serge, un viejo
revolucionario ruso, caracterizaba a estos años como "la medianoche del
siglo".
La
casa de Coyoacán era una fortaleza, y había motivos de sobra para ello. En los
últimos meses se habían sucedido los atentados contra la vida de Trotsky: el
último episodio había sido un ataque con ametralladoras al cual había
sobrevivido casi por azar. El stalinismo había desatado una verdadera cacería
contra el viejo revolucionario, que había incluido el asesinato de sus hijos y
la persecución a los militantes trotskistas en todo el mundo. La revolución
española había mostrado a la dirección soviética los riesgos que corría su
dominio burocrático en caso de una intervención revolucionaria de las masas: la
política criminal del PC español, que incluyó el asesinato de Andreu Nin en
1937, era una expresión de esta cacería. No por casualidad el visitante de la
casa de Trotsky, ese 20 de agosto, era un español: su nombre no era Jacson sino
Ramón Mercader –no era un simpatizante de la IV Internacional sino un agente de
la policía secreta soviética. Esta vez, los militantes que estaban encargados
de la seguridad no sospecharon nada extraño, porque Mercader/Jacson ya había
estado en la casa varias veces: fracasado el método del ametrallamiento, la GPU
intentaba con una infiltración. Esta vez tuvieron éxito: Jacson aprovechó su
oportunidad y atacó a Trotsky en la cabeza con un picahielo. Herido, desde el
piso, el viejo revolucionario gritó a sus guardaespaldas que no lo mataran, y
que lo obligaran a confesar que era un enviado de Stalin. Trotsky, que tenía
entonces sesenta años, murió al día siguiente, el 21 de agosto de 1940.
¿Cómo
explicar que en medio de las brutales conmociones de la Segunda Guerra Mundial,
la poderosa burocracia soviética encabezada por Stalin, que gobernaba sin
oposición en toda la URSS y controlaba los partidos comunistas de todo el
mundo, necesitara terminar con la vida del viejo Trotsky, que vivía aislado en
su casa de Coyoacán, en la otra punta del planeta? ¿Cómo explicar que los
mismos que se jactaban –no faltan quienes lo siguen haciendo– de caracterizar a
los trotskistas como "marginales" desataran semejante cacería con el
objetivo de liquidar físicamente a un dirigente de sesenta años?
La
obsesión del stalinismo por terminar con la vida de Trotsky confesaba la
extraordinaria vigencia histórica del líder revolucionario. A lo largo de su
vida, Trotsky no solamente dirigió y protagonizó la primera gran revolución
obrera de la historia, sino que contribuyó con aportes fundamentales a la
perspectiva revolucionaria de nuestra época.
La revolución
en nuestra época
Isaac
Deutscher, el principal biógrafo de Trotsky y posiblemente el mayor experto en
su obra, sostenía que, después del Manifiesto Comunista, el siguiente documento
político comparable era un folleto escrito en 1906, titulado Resultados y
perspectivas. Se trata de un texto escrito por Trotsky en la cárcel a la cual
había sido enviado luego del aplastamiento de la revolución rusa de 1905, en la
cual había jugado un papel dirigente, como presidente del soviet de Petrogrado.
Resultados y perspectivas era, en primer lugar, un balance de esa revolución.
Pero era, sobre todo, una fenomenal caracterización sobre el carácter de la
revolución contemporánea.
Uno
de los capítulos, titulado "1789-1848-1905", trazaba un recorrido
sobre el papel jugado por la burguesía en esos tres procesos revolucionarios.
Mientras en la revolución francesa se había convertido en el caudillo que
encabezaba la revolución contra el viejo régimen feudal y aristocrático,
liderando tras de sí a todas las clases de la nación, en las revoluciones que
sacudieron a Europa en 1848 la burguesía ya había puesto de manifiesto sus
limitaciones, lo cual se evidenció en la incapacidad de desenvolver una lucha a
fondo contra la aristocracia y la monarquía, frente al temor al naciente
proletariado. Según su clásica fórmula, en 1848 la burguesía ya no era capaz de
dirigir la revolución, mientras que el proletariado todavía no estaba en
condiciones de asumir la tarea. Las cosas habían cambiado en el siglo veinte.
El significado profundo de la revolución rusa de 1905 es que abría una nueva
etapa, y ponía de manifiesto el carácter de la revolución en nuestra época.
Desde
ahora, la revolución era una tarea que solo podía estar en manos de la clase
obrera: incluso en aquellos países –como Rusia– que aún no habían completado
sus tareas democrático-burguesas. "Es
posible", escribía Trotsky a los 26 años, doce años antes de la
revolución de octubre, "que el
proletariado de un país económicamente atrasado llegue antes al poder que en un
país capitalista evolucionado".
La
idea de "revolución en permanencia", por supuesto, había estado
presente en la elaboración de los marxistas desde mediados del siglo XIX, en
particular en la "Circular a la Liga de los Comunistas" escrita por
Marx y Engels a partir del balance de las revoluciones de 1848. No podía ser de
otro modo, porque las caracterizaciones de los revolucionarios no son sino el
producto del desenvolvimiento histórico concreto, el resultado del balance de
lo actuado y de las vicisitudes del proceso histórico concreto. El mérito
histórico de Trotsky, en esos primeros años del siglo XX, fue darle una forma
definida y sistemática a la tesis de la revolución permanente, es decir la idea
de que era la clase obrera la que tenía que tomar en sus manos la resolución de
las tareas democráticas pendientes y al mismo tiempo desenvolver las tareas
obreras y socialistas. No solo la revolución rusa de 1917, sino toda la
experiencia histórica del siglo XX –la brutal manifestación de la incapacidad
de las burguesías, tanto en los países avanzados como en los oprimidos por el
imperialismo, para jugar un papel progresivo–, confirmaron todos los
pronósticos de ese breve folleto escrito hace 110 años.
"La victoria completa de la revolución
democrática en Rusia", resumía Trotsky años después, "sólo se concibe en forma de dictadura del
proletariado, secundado por los campesinos. La dictadura del proletariado, que
inevitablemente pondría sobre la mesa no sólo tareas democráticas sino también
socialistas, daría al mismo tiempo un impulso vigoroso a la revolución
socialista internacional. Sólo la victoria del proletariado de Occidente podría
proteger a Rusia de la restauración burguesa". Como diría Roman
Rosdolsky, a propósito de un texto de Marx, hay párrafos que solamente pueden
leerse conteniendo la respiración.
La revolución
traicionada
Semejantes
aportes a la actualización del programa revolucionario de nuestra época
hubieran alcanzado por sí solas para colocar a Trotsky como uno de los grandes
revolucionarios del siglo. Pero, tal como escribió Lenin en su prólogo a El
estado y la revolución, "es más
agradable y más provechoso vivir la experiencia de la revolución que escribir
acerca de ella". Y, en efecto, Trotsky fue, junto con Lenin, el
dirigente de esa revolución que conmovió al mundo y llevó por primera vez a la
clase obrera al poder. Su actividad entre 1917 y mediados de la década de 1920
fue febril y se desenvolvió en todas las áreas: dirigente del soviet
revolucionario, encargado de las negociaciones con los alemanes en Brest,
comandante del ejército rojo que venció, contra todos los pronósticos, a las
fuerzas combinadas de las potencias imperialistas en la guerra civil, dirigente
de la Internacional comunista –ni siquiera le faltó tiempo para escribir sobre
historia y hasta sobre literatura.
La
lucha contra la burocratización stalinista, y contra las consecuencias que la
misma implicaba para las luchas revolucionarias en todo el mundo, ocupa los
últimos quince años de vida de Trotsky, marcados por una tremenda actividad
política, organizativa y teórica, en distintas etapas, y en condiciones cada
vez más desfavorables. En noviembre de 1927 fue expulsado del partido. En enero
de 1928 debió exiliarse en Kazajstán. Un año más tarde, en febrero de 1929, fue
expulsado de la URSS y se asiló en Turquía. De allí se fue, en 1933, primero a
Francia y luego a Noruega, finalmente debió irse a México, en 1937.
No
se trataba sólo de dar una lucha política y organizativa contra la
burocratización, en todo momento. También de realizar un aporte de envergadura
histórica a la comprensión de las causas y la dinámica de la burocratización de
la Unión Soviética. Lo extraordinario de La revolución traicionada, publicada
en 1936, es su capacidad para no limitarse a una denuncia de la burocratización
de la URSS, sino desarrollar una explicación de las causas profundas de esa
burocratización. Con ello lograba armar a la vanguardia revolucionaria de una
comprensión del proceso que había llevado a la primera revolución victoriosa de
la historia a transformarse en un infierno burocrático y totalitario –y, al
mismo tiempo, de cómo y por qué la URSS debía ser defendida por esos mismos revolucionarios
ante los ataques del imperialismo y los intentos de forzar una restauración del
capital. A su vez, el balance de la deriva burocrática de la URSS permitía
comprender que la política contrarrevolucionaria de los partidos comunistas de
todo el mundo –que volvían atrás la experiencia histórica de 1917 y proponían
la alianza con las burguesías "progresistas" y la aberrante idea de
"socialismo en un solo país"– no obedecía a un giro
"teórico" sino que era expresión de la necesidad de sostener, como fuera,
un aparato burocrático.
Se
equivocan quienes caracterizan que, debido a la trascendencia de esta lucha, el
trotskismo no fue sino la contracara del stalinismo, o que ambas facciones no
representan sino una disputa por el liderazgo del poder en la URSS. Se trata,
en realidad, de una lucha política decisiva en la cual el mérito histórico de
Trotsky fue defender, en contra del aparato burocrático que dominaba lo que
todavía era un Estado obrero, la perspectiva revolucionaria que ya había sido
formulada a principios del siglo. Hay una coherencia y una continuidad
implacable entre Resultados y perspectivas y las obras de Trotsky en su lucha
contra el stalinismo: su hilo conductor es la consideración de que solamente la
clase obrera es capaz de dar una salida a la catástrofe capitalista, y que ello
sólo es posible en un marco internacional, como el del capitalismo:
"El triunfo de la revolución socialista",
decía Trotsky en La revolución permanente, de 1929, "es inconcebible dentro de las fronteras nacionales de un país. Una de
las causas fundamentales de la crisis de la sociedad burguesa consiste en que
las fuerzas productivas creadas por ella no pueden conciliarse ya con los
límites del Estado, nacional. De aquí se originan las guerras imperialistas, de
una parte, y la utopía burguesa de los Estados Unidos de Europa, de otra. La
revolución socialista empieza en la palestra nacional, se desarrolla en la
internacional y llega a su término y remate en la mundial. Por lo tanto, la
revolución socialista se convierte en permanente en un sentido nuevo y más
amplio de la palabra: en el sentido de que sólo se consuma con la victoria
definitiva de la nueva sociedad en todo el planeta".
La revolución
permanente
Pero
hay más. La lucha denodada y desigual de Trotsky contra el stalinismo en los
años treinta no se limitó a armar a la vanguardia con un balance y una
caracterización que le permitieran enfrentar la desmoralización del
desbarranque burocrático. Fue también una lucha por construir una dirección
revolucionaria y dotarla de un programa.
Desde
los años veinte la lucha de Trotsky y sus compañeros contra la degeneración
burocrática de la URSS se había estructurado en torno a la llamada Oposición de
izquierda, que desarrolló una lucha política tenaz al interior del partido
bolchevique y en el seno de otros partidos comunistas del mundo –también en la
Argentina– hasta que la represión y las purgas internas lo hicieron
prácticamente imposible. El punto de quiebre, el hecho decisivo que llevó a
Trotsky a la conclusión de que ya era imposible "reformar" a la III
Internacional y que se planteaba la tarea de construir una nueva organización,
fue la política llevada adelante por el stalinismo ante el ascenso de Hitler.
Las intervenciones de Trotsky sobre esta cuestión son un capítulo –otro más–
extraordinario de la tradición revolucionaria de nuestro siglo: sus
llamamientos, una y otra vez, convocaban al proletariado alemán a enfrentar la
política criminal que promovía el Partido Comunista, opuesto a una acción
conjunta con la socialdemocracia para enfrentar el ascenso del nazismo. La
llegada de Hitler al poder, en enero de 1933, sin que la poderosa clase obrera
alemana presentara batalla, dejó claro que era necesario construir una nueva
organización.
Según
Trotsky, la política de la III Internacional era una traición "de un alcance histórico al menos igual a la
de la socialdemocracia alemana el 4 de agosto de 1914 [cuando votó a favor
de los créditos de guerra para el gobierno imperialista]". Pero las
consecuencias de esta traición, había pronosticado en 1931, serían "mucho más desastrosas": "con los nazis en el poder, estaría planteada
la exterminación de la elite del proletariado alemán, la destrucción de sus
organizaciones, la pérdida de confianza en sus propias fuerzas y en su propio
futuro [...] sus consecuencias se
extenderían en el tiempo por diez o veinte años, [estableciendo] una ruptura con la herencia revolucionaria,
el naufragio de la Internacional Comunista, el triunfo del imperialismo en su
forma más odiosa y sanguinaria [...] una
guerra contra la URSS [...] un
aislamiento terrible y un lucha a muerte en las condiciones más lamentables y
peligrosas". Otra vez, un pronóstico que obliga a leer conteniendo la
respiración.
La
política contrarrevolucionaria de la III Internacional no se detuvo con la
derrota alemana. A la desastrosa táctica del llamado "tercer período"
–aquella que precisamente había conducido, con el argumento de la lucha contra
una socialdemocracia caracterizada como "socialfascista", al triunfo
de Hitler– la siguió la no menos desastrosa política del "frente
popular", que ataba a los partidos comunistas a una alianza con las
burguesías "progresistas" de todos los países. Su rasgo común no
debía buscarse, decía Trotsky, en una argumentación política, sino antes bien
en el objetivo único de proteger los intereses de una capa burocrática que se
había hecho con el poder en la Unión Soviética. Sus consecuencias eran igual de
trágicas: la política del frente popular llevaría a la derrota de la revolución
española, y con ella abría las puertas a la Segunda Guerra Mundial.
Es
en este contexto que tenemos que valorar lo que, según su propia
caracterización, fue la tarea más importante que tuvo que desarrollar:
construir una nueva dirección revolucionaria. La barbarie stalinista se había
ocupado de liquidar a toda la vanguardia revolucionaria de octubre de 1917, por
la vía de la quiebra política o del asesinato –a menudo, de ambos. Decía el
propio Trotsky, en 1935: "la tarea
más importante de mi vida, más importante que el período de la guerra civil o
cualquier otro (...) No puedo hablar
de indispensabilidad de mi tarea, ni siquiera en el período de 1917 a 1921.
Pero ahora mi tarea es "indispensable" en el cabal sentido del
término (...) Actualmente no queda
nadie, excepto yo, para cumplir la misión de armar a una nueva generación con
el método revolucionario".
Fue
en esos años de reacción y derrotas, aislado y perseguido por el stalinismo,
cuando Trotsky impulsó, incluso contra la opinión de muchos de sus compañeros,
la fundación de una nueva internacional. Él mismo valoraba de la siguiente
forma la magnitud de la tarea, señalando que en numerosas ocasiones históricas
la vanguardia había dado sus primeros pasos en forma aislada de las masas:
"el mérito histórico de la IV
internacional", apuntaba en 1938, "es haber declarado la vigencia de la revolución en un momento histórico
en que se alegaba su retroceso histórico definitivo. Ninguna idea progresista
ha surgido de ‘una base de masa', si no, no sería progresista. Sólo a la larga
va la idea al encuentro de las masas, siempre y cuando, desde luego, responda a
las exigencias del desarrollo social. Todos los grandes movimientos han
comenzado como ‘escombros' de movimientos anteriores. Al principio, el
cristianismo fue un ‘escombro' del judaísmo. El protestantismo un ‘escombro'
del catolicismo, es decir, de la cristiandad degenerada. El grupo Marx-Engels
surgió como un ‘escombro' de la izquierda hegeliana. La Internacional Comunista
fue preparada en plena guerra por los ‘escombros' de la socialdemocracia
internacional. Si esos iniciadores fueron capaces de crearse una base de masa,
fue sólo porque no temieron al aislamiento. Sabían de antemano que la calidad
de sus ideas se transformaría en cantidad. Esos ‘escombros' no sufrían de
anemia; al contrario, contenían en ellos la quintaesencia de los grandes
movimientos históricos del mañana".
En
su "Programa de transición", Trotsky dejó encendida esta llama,
planteando un programa de acción para la etapa de decadencia histórica del
capitalismo.
Trotsky hoy
Ya
pasaron 75 años de la muerte de Trotsky. Ya no existe la Unión Soviética ni la
GPU; los partidos comunistas de la mayor parte del mundo se han literalmente
disuelto, en casi todos los casos para integrarse en forma directa, sin
siquiera la mediación de su aparato, a variantes "progresistas" de la
burguesía. Trotsky y el trotskismo, sin embargo, conservan su vitalidad. Ello
no se debe –o no solamente– a la indudable tenacidad y ardor revolucionario que
propios y extraños reconocen en los "troskos", sino a que seguimos
viviendo en la época histórica que Trotsky caracterizó y para la cual planteó
su Programa de transición: la época de decadencia histórica del capitalismo. Su
legado es la continuidad y la vigencia histórica del planteo que ofrece este
programa como herramienta en una época de senilidad del capitalismo, que
desnuda la incapacidad de las burguesías de desarrollar las tareas democráticas
en la época del imperialismo, que reclama el carácter internacional de la
revolución socialista, que sostiene a la dictadura del proletariado como única
salida a la barbarie en que vivimos. Un programa que fue una y otra vez negado:
por el stalinismo y su "socialismo en un solo país", primero, y su
"eurocomunismo" luego; también, más de una vez, desde las propias
filas trotskistas, que no dejaron de sumarse a diferentes "modas"
políticas, incluyendo en no pocos casos explícitos llamados a abandonar la
consigna de la dictadura del proletariado.
Eppur si muove. En lo más
oscuro de la "medianoche" del siglo XX, Trotsky fue quien defendió la
continuidad y la vigencia histórica de la revolución de octubre, mostrando a
los obreros de todo el mundo, que aquellos que se pretendían erigir como sus
máximos exponentes no eran más que los enterradores burocráticos del mayor proceso
revolucionario de nuestra época. Fue Trotsky quien caracterizó que la
burocratización de los Estados obreros, en caso de que no triunfase una nueva
revolución obrera, daría lugar a la restauración del capital. Sin la fenomenal
lucha política y teórica de Trotsky en las décadas del veinte y del treinta del
siglo pasado, la Revolución de Octubre hubiera sido identificada, en la
conciencia de las generaciones futuras, como sinónimo inseparable de la
monstruosidad burocrática.
Con
todas sus diferencias, el mundo en el que vivimos, el de la crisis capitalista
que no se ha atenuado sino agravado con los procesos de restauración en los ex
estados obreros, sigue siendo el mundo de Trotsky. El que las futuras
generaciones, manteniendo la continuidad histórica con las anteriores, deberán
librar de todo mal, opresión y violencia, y disfrutar plenamente.
Lucas
Poy