Steve Jobs y la manzana podrida
Lo que guía a la ciencia es el criterio de la verdad; la técnica, en cambio, se orienta según el criterio del éxito o la eficacia. Así avanzó el hombre desde que se convirtió en un animal que fabrica herramientas -un signo distintivo de la especie. En el capitalismo moderno, sin embargo, el criterio del éxito se mide en términos de beneficio y lucro, ocultando normalmente su contrapartida en términos de miseria y degradación de la vida humana. Es lo que hay que tener en cuenta al evaluar el legado del recientemente fallecido Steve Jobs, uno de los grandes personajes de nuestro tiempo. Jobs ha quedado consagrado como el inventor de la PC, que convirtió un aparato para expertos en un instrumento de uso personal, con el alcance que hoy le conocemos. También del teléfono “inteligente” (Ipod) y de la eventual combinación de ambos en la moderna tableta “electrónica” (Ipad), una suerte de máquina universal, a la que un dedo puede manejar como celular, computadora, álbum de música, cámara fotográfica, biblioteca, reservorio de los juegos más diversos, etc.
El lado oscuro
Ninguna biografía ha soslayado el hecho de que Jobs, un niño pobre entregado por sus padres en adopción, convirtió su empresa personal en un descomunal imperio empresario, esparcido por el mundo entero. Apple, tal el nombre de la corporación, nació en 1976 en el taller montado en el garaje de su casa; hoy es un gigantesco negocio con un valor comparable al producto bruto argentino, del orden de los 400.000 millones de dólares. Jobs aparece así como un nuevo ícono del “sueño norteamericano”, del país que permite que cualquier hombre no tenga límites para hacerse a sí mismo (“self made man”). Una reivindicación que suena agónica en el momento en que 50 millones de norteamericanos dependen de la ayuda estatal para... comer, en el que la nación se hunde en la crisis más profunda de su historia y las manifestaciones de los “indignados” ponen en acto las denuncias de la farsa del... “sueño norteamericano”.
Casi nadie ha recordado, en cambio, que el imperio de Jobs, como todo imperio capitalista, se basaba en la explotación de la fuerza de trabajo: el año pasado, Apple fue denunciada porque sus filiales en China (que reúnen establecimientos en los cuales se concentran 400.000 empleados -sí, 400.000-) batían todos los récords en materia de trabajo esclavo y eran investigadas por la ola de suicidios que se extendía entre su personal -agobiado por una labor sólo interrumpida para alimentarse y dormir, por un sueldo de 500 pesos por mes y bajo una disciplina dictatorial. Las empresas que fabrican los millones de aparatos informáticos de Apple figuran al tope, además, en el ranking de las destructoras del medio ambiente. Los multiplicados ditirambos sobre Jobs nos informan que el hombre, sin embargo, era un afiliado del progresismo yanqui, y que en sus tiernos años de juventud se supone que fue pareja de Joan Baez y admirador de Bob Dylan. Jobs, entonces, como la luna, tenía un lado oscuro, pero muy obvio para el que lo quiera ver, un signo muy claro de todo “progresismo” de gran capitalista. Sí, Jobs y Obama eran muy amigos.
Una de piratas
Como diseñador con un genio particular, Jobs supo rodearse de los mejores talentos desde un principio, cuando el que aportaba lo mejor en el mentado garaje era su socio, el ingeniero electrónico Stephen Wozniak, que posteriormente se apartó del negocio de Apple. Todos los avances de la producción tecnológica de Apple tuvieron como base no la investigación desarrollada por Jobs, sino la que en su momento se desarrolló en algunas universidades norteamericanas como Stanford y el Instituto Tecnológico de Massachusetts en la década del ’60. Un conocido documental sobre el origen de las empresas en la cuales nació la industria de la computadora tenía, por eso, el sugestivo título de “Piratas del Sillicon Valley” (el lugar donde se radicó y desarrolló el negocio informático). No está mal que se lo considere como uno de los mayores innovadores tecnológicos de la época, si se despoja al concepto de innovación del halo que encubre su definición literal: “Adaptación o modificación de un producto para colocarlo en el mercado”. Cuando el producto científico se convierte en mercancía, está sometido a las generales de la ley: no sólo se puede comprar o vender, sino también robar o adulterar.
La “innovación” conlleva un monopolio que al mismo tiempo paraliza el progreso técnico, su difusión y aplicación al servicio del bienestar humano. Todos los programas que sirven para poner en marcha los dispositivos digitales de Apple están “patentados” -es decir, privatizados. Pero un “programa” es, en definitiva, una serie de secuencias de operaciones y cálculos matemáticos, que son sustraídos de la posibilidad de su utilización por la comunidad científica, de especialistas y usuarios.
La tesis de que con la difusión universal de los productos comercializados a partir de la iniciativa de Jobs hemos ganado en “libertad” y posibilidades “individuales”, porque pone a disposición de millones una tecnología que se manejaba en el ámbito de los especialistas, es simplemente un verso. Los defensores del “software libre” han puesto de relieve el carácter dictatorial del monopolio de los Steve Jobs, con costos millonarios sobre productos que deberían ser patrimonio de todos. Esto, sin mencionar su rol como fuente de carestía para el ciudadano común, de embrutecimiento para los “analfabetos” digitales, de negocios y subsidios recontramillonarios para el “big bussiness” de la informática. Bajo el control de los servicios de seguridad, los Iphones de Jobs se han transformado, además, en la posibilidad de establecer, no un universo de hombres libres, sino un “Gran Hermano” que controla la comunicación y la ubicación de cada uno de nosotros.
Patentes y más patentes
Si en la época de Newton el patentamiento se hubiera desarrollado a los límites que hoy conocemos, la fórmula de la ley de la gravedad sería... privada. Y estamos hablando de ciencia, no de técnica de programación. Jobs, en cambio, ha dejado a Apple con más de trescientas patentes. Aun así no sabe si esto le asegurará una sobrevida tranquila frente a los monopolios rivales, porque ahora se ha desarrollado lo que un comentarista denominó recientemente una “loca carrera de patentes”, que inunda los estrados judiciales de diversos países. El carácter parasitario de este asunto se revela en el comentario de un analista de la industria que afirma que, si las cosas siguen así, las empresas como Apple (o Google o Samsung y otras) tendrán entre sus empleados más “abogados que ingenieros”.
Se ha comparado con cierta razón a Jobs con Edison, que se mantiene al tope de los “patentadores” yanquis de todos los tiempos, omitiendo que don Thomas Alva es conocido porque su oficio también fue su estafa: no inventó la bombilla eléctrica ni el fonógrafo, ni el proyector de cine, para citar algunos de sus “logros” más conocidos. Eso sí: los “patentó”. Los obituarios de Jobs también lo comparan con Henry Ford. En este caso, se olvidan de su carácter como notorio fascista y antisemita. La pretensión generalizada de los obituaristas de que Jobs y Apple representan un capitalismo honesto, innovador y productivo, diverso del que se viene abajo con la bancarrota de los bancos es, por lo tanto, un invento. Nada más que una fuga hacia adelante frente a la barbarie de un capitalismo en estado de descomposición, que los negocios de Steve Jobs no pudieron dejar de reflejar. Apple, la manzana de Jobs, no era muy saludable.
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