Chavismo:
victoria electoral, derrota política
La
estrechez de la victoria de Nicolás Maduro y el PSUV, en las elecciones
venezolanas, ha obligado al oficialismo a apresurar la ceremonia de la asunción
presidencial, la que tuvo lugar sin la compañía de las movilizaciones populares
ni la presencia de presidentes y jefes de Estado. El apuro en el tiempo y el
ahorro en las formas son un síntoma del debilitamiento enorme que ha sufrido el
régimen chavista. La velocidad de los procedimientos fue la respuesta a un
vacío de poder.
No
se suponía, sin embargo, que esto pudiera ocurrir. Hugo Chávez había vencido a
Capriles -en octubre pasado- por una distancia de diez puntos, a pesar del
deterioro de las condiciones económicas. Un asesor de Capriles resumió, en
forma lapidaria, lo que había ocurrido: la gran masa del pueblo era
invulnerable a la crítica de la oposición. La brecha se acentuó aún más en las
elecciones locales siguientes, donde los gobernadores de la oposición quedaron
reducidos a dos (entre veinticinco) y Capriles sólo pudo retener el estado de
Miranda por una diferencia infinitesimal. La conmoción que provocó la muerte de
Chávez dio la impresión de acentuar este abismo entre unos y otros.
Barclays/Dataanálisis previó una victoria de Maduro por 14,4 puntos de
distancia, mientras que la encuestadora Hinterlaces extendía el diferencial a
18,8. Al final, Maduro sacó una ventaja de apenas 1,5 puntos o 250 mil votos
entre 15 millones de electores. Los ganadores sufrieron una derrota política
colosal.
La
masa bolivariana no transfirió su confianza en Chávez a las camarillas en que
se dividen sus sucesores. La tendencia no surgió ahora: el recelo contra la
llamada ‘derecha endógena’ y la ‘boliburguesía’ viene de larga data. Maduro,
sin embargo, fue elegido por Chávez como su delfín, precisamente porque parecía
el más alejado de estas imputaciones. Las elecciones probaron que el poder
personal de Chávez es intransferible a las camarillas oficiales y que el
régimen de gobierno enfrenta, por lo tanto, una crisis de poder. Quedó en
evidencia que el chavismo no es un gobierno de trabajadores y que no se ha
establecido ninguna transición al socialismo. El sistema social se encuentra en
disgregación como consecuencia de la inflación, los desequilibrios económicos,
la permanencia de un régimen rentístico petrolero y la devaluación de la
moneda, mientras que la incapacidad de las reglamentaciones estatales solamente
ha servido para añadir a la anarquía capitalista una feroz acumulación privada
de capital por la vía de la corrupción y la especulación.
El
desarrollo de la campaña electoral fue un episodio relevante en la crisis.
Maduro fue incapaz de asumir la inauguración de una nueva etapa: no presentó
ningún programa capaz de responder a la crisis económica ni señaló ninguna
modificación en el desarrollo político. Se limitó a copiar la mímica de Hugo
Chávez y a explotar, hasta el ridículo, el discurso religioso -lo que es
significativo de parte de alguien que viene de la izquierda atea. El que adoptó
las características agitadoras y caudillescas del chavismo fue Capriles. La
derecha no vaciló en rescatar las misiones sociales creadas por Chávez, impuso
en la agenda el aumento salarial inmediato y hasta garantizó un lugar a
consejos comunales, los que hasta las elecciones eran para ella un anatema. El
inmovilismo conceptual y político del oficialismo fue arrasado por una
iniciativa opositora que apeló sin escrúpulos a una demagogia mayúscula -pero
que es un recurso típico de una lucha política.
El
ascenso de la derecha es un resultado de las limitaciones y contradicciones del
chavismo. No ha cambiado la naturaleza explotadora del régimen social ni ha
transferido el poder de decisión a las masas. Ha beneficiado a un puñado de
arribistas burgueses; apenas ha atenuado, en forma transitoria, la penuria
social del pueblo sobre la base de una economía de renta, o sea precaria. La
izquierda venezolana se ha sometido al chavismo por medio de un seguidismo
tenaz, por eso está afuera del radar de las alternativas políticas. Esta madeja
de contradicciones ha llegado a un punto de explosión. La lección para el
conjunto de América Latina es la necesidad de desarrollar una alternativa de
izquierda revolucionaria a la experiencia nacionalista.
La
crisis política plantea, objetivamente, el problema del golpismo. Capriles está
llamando a cuestionar los resultados con movilizaciones masivas. La derecha no
puede aceptar una transmisión ‘indolora’ del gobierno sin pagar el costo de
gastar en poco tiempo el capital político que ha acumulado también en poco
tiempo. Los ‘fierros’, sin embargo, los tiene el gobierno, ya que las fuerzas
armadas son chavistas. Un golpe solamente podría prosperar si se divide el
chavismo. A eso apuesta la oposición. No sería un golpe opositor, sino
oficialista -con la intención de iniciar una transición política. En este
momento, un golpe suscitaría una sublevación popular. Brasil y Colombia, que
tienen una relación estratégica con Venezuela, han reconocido enseguida a
Maduro para poner freno a cualquier desestabilización política. El
establishment internacional se ha dividido: el ajustador Rajoy impulsa el
desconocimiento de los resultados, que los observadores internacionales de
España han declarado transparentes y legítimos.
Llamamos
a la izquierda combativa de América Latina a tomar nota de las ventajas que
saca la derecha de la disgregación de los gobiernos nacionalistas -como ya
ocurrió en Honduras y en Paraguay- y a desarrollar en forma sistemática una
alternativa socialista de los trabajadores. Advertimos a las masas populares
que siguen al chavismo que deben tomar la lucha contra el golpe en sus propias
manos, porque la posibilidad de que ocurra se anida dentro del propio régimen
chavista.
Jorge
Altamira
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