Un “comunista”
a la sombra del poder
La muerte de
Santiago Carrillo
Santiago
Carrillo, histórico dirigente del PCE, murió tranquilamente, a los 97 años, en
su cama. Su muerte fue recibida con grandes muestras de pesar por la totalidad
del arco parlamentario, desde el derechista PP hasta la izquierda
independentista vasca Amaiur. El parlamento se puso de pie y ovacionó
unánimemente al fallecido, considerado uno de los padres de la actual
Constitución. Hasta el mismo rey tuvo la deferencia de acercarse al domicilio
del fallecido. La muerte de los revolucionarios, como Marx, Lenin, Trotsky,
Rosa Luxemburgo, Durruti o el Che, fue recibida con grandes muestras de alegría
por la burguesía de todo el mundo. Si en vida fueron tachados de criminales,
muertos no se les trató mejor. La lucha de clases no perdona. Pero Carrillo
murió con los laureles de “defensor incansable de la clase obrera”, de
“comunista que renunció a sus intereses partidistas en favor de la convivencia
pacífica y democrática” e incluso de “hombre de Estado” (con todo lo que
comporta bajo el capitalismo que a uno le tachen de hombre de Estado). El
presidente Mariano Rajoy expresó sus condolencias en nombre del gobierno,
destacando su papel en la transición. Pero quizá los más entregados fueron sus
antiguos compañeros de partido, que se deshicieron en ditirambos del más rancio
estilo estalinista. Sin ningún atisbo de vergüenza, Alberto Garzón, la estrella
mediática de IU, destacó “su espíritu por superar el capitalismo” y José Luis
Centellas, secretario del PCE, resaltó su entrega a la lucha y defensa del
comunismo.
¿Pero
quién fue este curioso personaje, que ha conseguido unir en sus exequias a los
representantes de todas las clases sociales del Estado español?
Santiago
Carrillo nació en 1915 en Gijón. Hijo de un dirigente socialista, ingresó en
las juventudes a finales de la década de los 20. Nombrado secretario de las
mismas en 1934, se declaró partidario de la “bolchevización” del PSOE, invitó
al BOC y a los trotskistas a ingresar en él para reforzar su ala izquierda, e
incluso llegó a declararse partidario de una IV Internacional1. Detenido en octubre
por su participación en la revolución de Asturias, fue liberado a principios de
1936, con el triunfo del Frente Popular. Viajó a la URSS, donde fue cooptado
por el aparato estalinista. A su vuelta las juventudes socialistas y comunistas
se unificaron, bajo su dirección. En octubre ingresó en el PCE y poco después
acusaba en los mítines al POUM (fruto de la fusión del BOC y de la ICE
trotskista) de formar parte de la V columna en el seno de la república.
Nombrado
consejero de orden público de la junta de defensa de Madrid durante la guerra,
fue el responsable de las cárceles, en la que no sólo acabaron los
simpatizantes de la sublevación, sino también militantes revolucionarios,
anacosindicalistas, poumistas y trotskistas que se oponían a la liquidación del
movimiento revolucionario y la restauración del orden burgués.
Derrotada
la república partió exiliado hacia la URSS. En las peleas fraccionales de la
camarilla dirigente siempre supo estar al lado del sector más servil a Stalin,
lo que le valió seguir ascendiendo en la jerarquía. Terminada la II Guerra
Mundial se trasladó a París. En 1944 dirigió la invasión del valle de Arán por
columnas guerrilleras. La descabellada operación se saldó con más de 200
partisanos muertos. En 1948 formó parte de una delegación que viajó a Moscú
para entrevistarse con Stalin. Como consecuencia de la entrevista el PCE
renunció a la táctica de la lucha armada. Capítulos como el abandono de las
partidas de maquis que no pudieron abandonar la España franquista, o el juicio
a Jesús Monzón (que había dirigido militarmente la aventura aranesa) han
quedado en la oscuridad porque Carrillo nunca quiso hablar de ellos.
Tras
la muerte de Stalin, en el XX Congreso del PCUS, la dirección del PCE se opuso
al “informe Jruschev”, en el que se denunciaban los asesinatos del déspota.
Pero pronto Carrillo y sus colegas se convirtieron a la nueva línea, como si
nada hubiera pasado. El viejo partido estalinista lo seguía siendo hasta las
raíces, no sólo en su subordinación a la línea ordenada por la burocracia de la
URSS, sino también en sus métodos internos. La disidencia era traición. Julián
Grimau, Comorera y otros, sendos estalinistas, fueron enviados a la muerte
ordenándoles la vuelta a la España franquista. Sin oposición interna, Carrillo (ya
convertido en secretario del PCE desde 1960) y su camarilla, prepararon el
terreno para el futuro compromiso con el aparato franquista.
Obedeciendo
las nuevas directrices de la burocracia soviética, en 1967 se aprobó la nueva
línea del partido en la que se declaraban partidarios de la “reconciliación
nacional” y la “vía pacífica al socialismo”, que marcará la política del PCE
hasta después de la muerte del dictador Franco. Este deslizamiento hacia el
compromiso y la decadencia de la URSS lo llevaron a la aventura eurocomunista,
que no era otra cosa que el acercamiento y la subordinación a la burguesía
española. Luego vino el abandono de la bandera republicana, la aceptación de la
monarquía juancarlista (heredera de Franco), el disciplinamiento del movimiento
obrero tras la burocracia de CC.OO., los Pactos de la Moncloa de 1977, y la
Constitución monárquica de 1978 (fruto del pacto del PSOE y del PCE con el
aparato franquista, por la que éste preservaba la esencia de su poder).
Carrillo fue uno de los inspiradores de la amnistía por la que los verdugos
quedaban inmunes y se abandonaba la causa de las víctimas de 40 años de
tropelías. Gracias al acuerdo con los gerifaltes del franquismo, Suárez, Fraga,
Martín Villa… el aparato del viejo régimen pudo transformarse en “democrático”,
oculto tras la maloliente cortina de amnesia y olvido.
Tras
la muerte de Franco en 1975, Carrillo volvió a España. Disfrazado con una
peluca (parodiando a Lenin en la Rusia prerrevolucionaria de 1917), fue
detenido y poco después puesto en libertad, en el momento en el que el PCE era
legalizado. El pacto con el franquismo le dio respetabilidad ante los poderes
fácticos y la burguesía, pero la perdió ante miles de luchadores. El único
partido de masas que había sobrevivido al franquismo, empezó a descomponerse y
escindirse en multitud de grupos y fracciones. Luego vino la debacle electoral
en la que el recién aparecido PSOE se convirtió en el principal referente de la
izquierda. En 1982, acosado por la crisis interna, abandonó la dirección y dos
años después fue expulsado, fundando un efímero PT, que le sirvió de plataforma
para negociar su reingreso en la socialdemocracia, donde se convirtió en un
cadáver político.
El
resultado de la “modélica” transición fue la desorientación política del
movimiento obrero, y un profundo retroceso de la conciencia de clase, que ha
durado hasta nuestros días. En los últimos capítulos de su vida, el “comunista”
Santiago Carrillo, siguió siendo un entusiasta defensor de la monarquía y del
régimen capitalista democrático que había ayudado a crear. Nunca tuvo una sola
palabra de autocrítica. Cuando le preguntaban sobre su responsabilidad en los
asesinatos de Trotsky, o Andreu Nin, o la persecución del POUM y del
anarcosindicalismo, siempre negó cualquier responsabilidad (aunque algunas
investigaciones lo colocan en el centro); después, en determinados círculos,
repetía las viejas patrañas estalinistas. La causa de su éxito fue siempre el
haber sabido en cada momento dónde estaba el poder y doblegarse ante él, fuera
Stalin o el gran capital.
Su
muerte coincide con los primeros síntomas de agotamiento del régimen que él
ayudó a crear. La monarquía, las corruptas instituciones pseudodemocráticas y
la reaccionaria Constitución de 1978 hacen aguas por todas partes. Su
desaparición ha sido recibida con indiferencia por la juventud y los
trabajadores, y no pesará un gramo en el actual ascenso de la lucha de clases.
Barcelona,
25 de septiembre de 2012
Enric
Mompó
1.
Mucho se ha hablado del “trotskismo” de las Juventudes Socialistas, pero esto
sólo fue una verdad a medias. Aplaudieron la propuesta de frente único
socialista-comunista en Alemania para frenar el ascenso del nazismo.
Consideraban a Trotsky colíder, junto a Lenin, de la revolución rusa, pero
estaban convencidos de que en la URSS se seguía construyendo el socialismo bajo
la batuta de Stalin.
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