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jueves, 27 de septiembre de 2012

Un “comunista” a la sombra del poder


Un “comunista” a la sombra del poder
La muerte de Santiago Carrillo

Santiago Carrillo, histórico dirigente del PCE, murió tranquilamente, a los 97 años, en su cama. Su muerte fue recibida con grandes muestras de pesar por la totalidad del arco parlamentario, desde el derechista PP hasta la izquierda independentista vasca Amaiur. El parlamento se puso de pie y ovacionó unánimemente al fallecido, considerado uno de los padres de la actual Constitución. Hasta el mismo rey tuvo la deferencia de acercarse al domicilio del fallecido. La muerte de los revolucionarios, como Marx, Lenin, Trotsky, Rosa Luxemburgo, Durruti o el Che, fue recibida con grandes muestras de alegría por la burguesía de todo el mundo. Si en vida fueron tachados de criminales, muertos no se les trató mejor. La lucha de clases no perdona. Pero Carrillo murió con los laureles de “defensor incansable de la clase obrera”, de “comunista que renunció a sus intereses partidistas en favor de la convivencia pacífica y democrática” e incluso de “hombre de Estado” (con todo lo que comporta bajo el capitalismo que a uno le tachen de hombre de Estado). El presidente Mariano Rajoy expresó sus condolencias en nombre del gobierno, destacando su papel en la transición. Pero quizá los más entregados fueron sus antiguos compañeros de partido, que se deshicieron en ditirambos del más rancio estilo estalinista. Sin ningún atisbo de vergüenza, Alberto Garzón, la estrella mediática de IU, destacó “su espíritu por superar el capitalismo” y José Luis Centellas, secretario del PCE, resaltó su entrega a la lucha y defensa del comunismo.

¿Pero quién fue este curioso personaje, que ha conseguido unir en sus exequias a los representantes de todas las clases sociales del Estado español?

Santiago Carrillo nació en 1915 en Gijón. Hijo de un dirigente socialista, ingresó en las juventudes a finales de la década de los 20. Nombrado secretario de las mismas en 1934, se declaró partidario de la “bolchevización” del PSOE, invitó al BOC y a los trotskistas a ingresar en él para reforzar su ala izquierda, e incluso llegó a declararse partidario de una IV Internacional1. Detenido en octubre por su participación en la revolución de Asturias, fue liberado a principios de 1936, con el triunfo del Frente Popular. Viajó a la URSS, donde fue cooptado por el aparato estalinista. A su vuelta las juventudes socialistas y comunistas se unificaron, bajo su dirección. En octubre ingresó en el PCE y poco después acusaba en los mítines al POUM (fruto de la fusión del BOC y de la ICE trotskista) de formar parte de la V columna en el seno de la república.

Nombrado consejero de orden público de la junta de defensa de Madrid durante la guerra, fue el responsable de las cárceles, en la que no sólo acabaron los simpatizantes de la sublevación, sino también militantes revolucionarios, anacosindicalistas, poumistas y trotskistas que se oponían a la liquidación del movimiento revolucionario y la restauración del orden burgués.

Derrotada la república partió exiliado hacia la URSS. En las peleas fraccionales de la camarilla dirigente siempre supo estar al lado del sector más servil a Stalin, lo que le valió seguir ascendiendo en la jerarquía. Terminada la II Guerra Mundial se trasladó a París. En 1944 dirigió la invasión del valle de Arán por columnas guerrilleras. La descabellada operación se saldó con más de 200 partisanos muertos. En 1948 formó parte de una delegación que viajó a Moscú para entrevistarse con Stalin. Como consecuencia de la entrevista el PCE renunció a la táctica de la lucha armada. Capítulos como el abandono de las partidas de maquis que no pudieron abandonar la España franquista, o el juicio a Jesús Monzón (que había dirigido militarmente la aventura aranesa) han quedado en la oscuridad porque Carrillo nunca quiso hablar de ellos.

Tras la muerte de Stalin, en el XX Congreso del PCUS, la dirección del PCE se opuso al “informe Jruschev”, en el que se denunciaban los asesinatos del déspota. Pero pronto Carrillo y sus colegas se convirtieron a la nueva línea, como si nada hubiera pasado. El viejo partido estalinista lo seguía siendo hasta las raíces, no sólo en su subordinación a la línea ordenada por la burocracia de la URSS, sino también en sus métodos internos. La disidencia era traición. Julián Grimau, Comorera y otros, sendos estalinistas, fueron enviados a la muerte ordenándoles la vuelta a la España franquista. Sin oposición interna, Carrillo (ya convertido en secretario del PCE desde 1960) y su camarilla, prepararon el terreno para el futuro compromiso con el aparato franquista.

Obedeciendo las nuevas directrices de la burocracia soviética, en 1967 se aprobó la nueva línea del partido en la que se declaraban partidarios de la “reconciliación nacional” y la “vía pacífica al socialismo”, que marcará la política del PCE hasta después de la muerte del dictador Franco. Este deslizamiento hacia el compromiso y la decadencia de la URSS lo llevaron a la aventura eurocomunista, que no era otra cosa que el acercamiento y la subordinación a la burguesía española. Luego vino el abandono de la bandera republicana, la aceptación de la monarquía juancarlista (heredera de Franco), el disciplinamiento del movimiento obrero tras la burocracia de CC.OO., los Pactos de la Moncloa de 1977, y la Constitución monárquica de 1978 (fruto del pacto del PSOE y del PCE con el aparato franquista, por la que éste preservaba la esencia de su poder). Carrillo fue uno de los inspiradores de la amnistía por la que los verdugos quedaban inmunes y se abandonaba la causa de las víctimas de 40 años de tropelías. Gracias al acuerdo con los gerifaltes del franquismo, Suárez, Fraga, Martín Villa… el aparato del viejo régimen pudo transformarse en “democrático”, oculto tras la maloliente cortina de amnesia y olvido.

Tras la muerte de Franco en 1975, Carrillo volvió a España. Disfrazado con una peluca (parodiando a Lenin en la Rusia prerrevolucionaria de 1917), fue detenido y poco después puesto en libertad, en el momento en el que el PCE era legalizado. El pacto con el franquismo le dio respetabilidad ante los poderes fácticos y la burguesía, pero la perdió ante miles de luchadores. El único partido de masas que había sobrevivido al franquismo, empezó a descomponerse y escindirse en multitud de grupos y fracciones. Luego vino la debacle electoral en la que el recién aparecido PSOE se convirtió en el principal referente de la izquierda. En 1982, acosado por la crisis interna, abandonó la dirección y dos años después fue expulsado, fundando un efímero PT, que le sirvió de plataforma para negociar su reingreso en la socialdemocracia, donde se convirtió en un cadáver político.

El resultado de la “modélica” transición fue la desorientación política del movimiento obrero, y un profundo retroceso de la conciencia de clase, que ha durado hasta nuestros días. En los últimos capítulos de su vida, el “comunista” Santiago Carrillo, siguió siendo un entusiasta defensor de la monarquía y del régimen capitalista democrático que había ayudado a crear. Nunca tuvo una sola palabra de autocrítica. Cuando le preguntaban sobre su responsabilidad en los asesinatos de Trotsky, o Andreu Nin, o la persecución del POUM y del anarcosindicalismo, siempre negó cualquier responsabilidad (aunque algunas investigaciones lo colocan en el centro); después, en determinados círculos, repetía las viejas patrañas estalinistas. La causa de su éxito fue siempre el haber sabido en cada momento dónde estaba el poder y doblegarse ante él, fuera Stalin o el gran capital.

Su muerte coincide con los primeros síntomas de agotamiento del régimen que él ayudó a crear. La monarquía, las corruptas instituciones pseudodemocráticas y la reaccionaria Constitución de 1978 hacen aguas por todas partes. Su desaparición ha sido recibida con indiferencia por la juventud y los trabajadores, y no pesará un gramo en el actual ascenso de la lucha de clases.

Barcelona, 25 de septiembre de 2012

Enric Mompó

1. Mucho se ha hablado del “trotskismo” de las Juventudes Socialistas, pero esto sólo fue una verdad a medias. Aplaudieron la propuesta de frente único socialista-comunista en Alemania para frenar el ascenso del nazismo. Consideraban a Trotsky colíder, junto a Lenin, de la revolución rusa, pero estaban convencidos de que en la URSS se seguía construyendo el socialismo bajo la batuta de Stalin.

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