Hugo
Chávez
La muerte de Hugo Chávez ha provocado,
como era previsible, una emoción popular enorme en Venezuela. También ha
conmovido a la opinión pública internacional. Es la consecuencia natural de la
atención que suscitó en la política mundial durante la mayor parte de su
gestión política. Lo mismo ya ha ocurrido en el pasado con otros líderes de
naciones de mediano desarrollo, desde el indio Ghandi, Perón, el egipcio Nasser
o el indonesio Sukarno, así como también por Fidel Castro durante la segunda
mitad del siglo pasado. Este lugar excepcional se explica por la naturaleza
universal de los problemas históricos que han dejado al descubierto. Es la
expresión del carácter mundial de los conflictos nacionales.
El parto del chavismo se produjo a
finales de febrero de 1989, cuando una rebelión popular -el Caracazo- contra el
programa fondomonetarista del gobierno que acababa de asumir, bajo la
presidencia de Carlos Andrés Pérez, fue masacrada por una represión ejecutada
por el ejército. Fue el final del ciclo histórico del nacionalismo civil
pequeño burgués, que encarnó durante cincuenta años el partido Acción
Democrática. Tres años más tarde, desde las propias fuerzas armadas emergió una
reacción contra los represores del Caracazo, bajo la sublevación de oficiales
de menor rango, conducidos por Hugo Chávez, quienes esgrimieron un planteo
nacionalista. La sublevación sacó de nuevo al pueblo a las calles -aunque de un
modo incipiente- y convirtió a ese golpe militar peculiar (contra el gobierno y
los mandos de las fuerzas armadas) en una semi-sublevación popular. En la
conciencia del pueblo se alojó la idea de que podría contar a su favor con las
armas del país. El chavismo no nace de una combinación parlamentaria ni de un
enjuague entre camarillas de partido, sino de una conjunción del nacionalismo
uniformado con una parte de las masas. El Caracazo y la sublevación del ’92 son
el repique de campanas que anticipa el derrumbe del proceso de privatizaciones
y endeudamiento que han caracterizado a la etapa neoliberal. Curiosamente, el
menemismo habría de debutar cuando en Venezuela se ponía de manifiesto que éste
estaba condenado a acabar en crisis semi-revolucionarias.
Nacionalismo
El nacionalismo militar chavista
entronca con la historia de su propio país y de toda América Latina. Es el caso
de Perón y de los nacionalismos militares, por ejemplo, en Perú (Velazco
Alvarado) y en Bolivia (Juan José Torres), a finales de los ’60, los que
nacionalizaron a las compañías petroleras extranjeras y las haciendas
azucareras -en algunos casos sin indemnización. Todos estos movimientos, como
luego el chavismo, hicieron alarde de alguna particularidad de alcance
excepcional, en especial en lo relativo a su líder. El caudillismo refleja la
escasa diferenciación social del movimiento de masas y el empeño del
nacionalismo de presentar al pueblo como un bloque unido por intereses
exclusivamente nacionales. Distorsionan, con este procedimiento, las razones
históricas de su emergencia: el protagonismo de las masas, que con acciones y
sacrificios repetidos, pusieron en evidencia el callejón sin salida de las
relaciones sociales vigentes; por último, la conexión de la crisis social y
política en un país con la declinación histórica del conjunto del sistema
nacional dominante. La pretensión de representar a la nación o el slogan de la
unidad nacional apuntan a justificar el sometimiento político de la clase
obrera a lo que se bautizaría “la comunidad organizada”. Es la justificación
ideológica del maniatamiento de los sindicatos por parte de una burocracia
integrada al Estado.
El movimiento nacional -civil o
militar- es una expresión del cepo que la dependencia del capital financiero
internacional pone al desarrollo de las fuerzas productivas en los países de la
periferia capitalista. Es la expresión de una lucha por defender la parte del
ingreso nacional en los recursos que genera el conjunto de la economía mundial.
El chavismo no se limitó a utilizar la renta petrolera de Venezuela para el
desarrollo de programas sociales de gran alcance; antes de esto, chocó en forma
abierta con el capital internacional y sus agentes internos para evitar la
internacionalización de PDVSA, la empresa estatal de petróleo, a manos de las
bolsas extranjeras. Esta crisis fue la razón que impulsó el golpe militar que
volteó a Chávez, en abril de 2002, y el sabotaje petrolero a finales de ese
año. En esas fechas, el precio del barril de petróleo todavía se encontraba
apenas por encima de los diez dólares, de modo que no es cierto que en la
crisis jugara un papel determinante la captura de la renta minera
extraordinaria que surgiría luego, debido al alza internacional de precios. La
movilización popular que derrotó al golpe de abril y luego al sabotaje
petrolero fueron los ’17 de Octubre’ del chavismo, el cual ya se esbozó con el
levantamiento de 1992. Una ironía: Hugo Chávez despidió a las masas que se
habían movilizado para liberarlo del golpe fascistoide con una llamada a
“volver a casa”.
Chavismo
y relaciones de propiedad
La derrota del golpe ‘cívico-militar’
convirtió a las fuerzas armadas en chavistas, una consistencia que atravesó la
prueba del sabotaje petrolero. El arbitraje político de Chávez encontró en la
chavización de las fuerzas armadas un asiento sólido. Este maridaje se
fortaleció cuando Chávez resolvió a su favor un enfrentamiento con el general
Baduel, el paracaidista que lo rescató en 2002 y que luego se convirtió en la
autoridad máxima del ejército. Otra cosa importante es que, incluso en el
momento más recio del sabotaje petrolero, la banca internacional no interrumpió
el financiamiento a Venezuela, ni Chávez dejó de pagar la deuda externa. Por
eso, la nacionalización de algunos bancos -una medida fundamental para
cualquier transformación social y para la industrialización- no se produciría
hasta muy recientemente, cuando -irónicamente- el Banco Santander consiguió ser
comprado por el Estado para hacer frente a la crisis bancaria internacional con
el dinero de la jugosa indemnización. En los momentos más duros de sus
enfrentamientos recíprocos, el capital financiero internacional tuvo muy claro
que el chavismo no tenía interés en romper con las Bolsas, ni era -mucho menos-
enemigo de la propiedad privada. Las nacionalizaciones generosamente
indemnizadas pierden su contenido anticapitalista, donde el Estado canjea
dinero fiscal por capital, y el capital se canjea en dinero privado.
La propaganda antichavista, en
especial la del sionismo, imputa a Chávez intereses siniestros a su alianza con
Irán. Se trata de otra cosa: el eje Venezuela-Irán es fundamental para contrarrestar
la presión de Arabia Saudita y los emiratos del Golfo, instigados por las
petroleras anglo-franco-yanquis para que la Opep reduzca los precios del
petróleo. Chávez y los ayatollahs defienden la parte de sus países en el
ingreso económico mundial -incluso si esto perjudica a naciones no petroleras
de la periferia. En compensación, Chávez ha otorgado a varias de ellas precios
preferenciales, por lo que ha fortalecido con ello la autoridad de Venezuela en
la disputa energética.
El chavismo proclama un “socialismo de
siglo XXI”, pero es un socialismo de reparto parcial de la riqueza social, no
de la transformación del capital en propiedad pública, ni del Estado en
dirección colectiva de las masas. La llamada “redistribución del ingreso” ha
mejorado considerablemente, a partir de niveles miserables, pero ese ingreso
sigue siendo el de la renta petrolera. Chávez ha procedido a numerosas
nacionalizaciones, las principales a cambio de indemnizaciones generosas para
los grandes capitales: Verizon, la norteamericana de telecomunicaciones; Sidor,
la siderúrgica de Techint, pagada con extrema generosidad; lo mismo las
cementeras del mexicano Slim. En el campo no ocurrió lo mismo, porque se
comprobó que los títulos de propiedad de los expropiados eran fraudulentos.
Estas nacionalizaciones no respondieron a un plan; fueron improvisadas por la
propia crisis. La planificación requiere el concurso consciente del
proletariado, su independencia política de clase. Por ejemplo, cuando faltó
cemento para los planes de vivienda o cuando el gobierno no logró conciliar el
choque de Techint con los obreros de Sidor, se nacionalizaron las cementeras y
las siderúrgicas -pero no cambió, por eso, en forma sustancial la producción de
unas y otras, sino la importación. Los grandes capitales hicieron los petates
cuando concluyeron que no les interesaba el escenario económico prevaleciente.
Pero Venezuela no se transformó en país industrial; sigue siendo monoproductor
de combustible. La redistribución de ingresos se hizo con la caja de PDVSA, la
cual se encuentra muy endeudada y con un fuerte desequilibrio económico debido
al congelamiento del valor del bolívar en un contexto inflacionario. Los
límites de PDVSA se manifiestan en el lugar protagónico del capital extranjero
(con la única exclusión de Exxon) en la explotación de la Franja del Orinoco.
La crisis de PDVSA es la razón principal de la decisión reciente de devaluar el
bolívar fuerte (darle más moneda nacional por dólar exportado).
Al igual que las experiencias
nacionalistas del pasado, la de Venezuela ha fracasado en el objetivo de
asegurar un desarrollo nacional autónomo. Esto no es posible en el estadio de
declinación del capitalismo mundial. Pero del mismo modo, Venezuela emerge de
esta experiencia con un Estado más centralizado, con el retroceso relativo de
los sectores más parasitarios del capital nacional y, por sobre todo, con una
presencia más activa de las masas. Cualquier cambio de frente del proceso
económico contará con estos factores como herramientas de trabajo.
Perspectivas
El chavismo ha combatido el desarrollo
de un sindicalismo independiente. El Código de Trabajo introduce conquistas
importantes para trabajadores tercerizados, pero impone el arbitraje
obligatorio y la facultad del Presidente para decidir la legalidad de cualquier
huelga. Las paritarias no se convocan cuando vencen los convenios; los salarios
en la gran industria no han mejorado. Hay una estatización de los sindicatos.
La muerte de Chávez bloquea la
posibilidad de que las masas de Venezuela agoten la experiencia política con su
tentativa nacionalista. Las críticas o decepciones que pueda provocar la nueva
gestión dejarán a salvo a esta experiencia histórica tomada en su conjunto.
Desde el punto de vista del desarrollo de la conciencia de clase, la muerte de
Chávez representa un bloqueo.
La muerte de Chávez crea,
objetivamente, una crisis de régimen político, el del poder personal. Los
sucesores deberán encontrar una salida alternativa. Gran parte del círculo que
gobierna representa lo que el mismo pueblo chavista llama la “derecha
endógena”. Una alternativa es que, luego de las próximas elecciones, el sistema
político se ‘kirchnerice’ (algo irónico cuando se acusa a los K de
‘chavizarse’). Consistiría en una cierta parlamentarización del sistema en
detrimento del verticalismo actual y de las organizaciones paralelas a las
oficiales -como es el caso de los consejos comunales. El chavismo no está unido
por un programa ni es homogéneo en términos sociales; aunque bullen las
críticas en su seno, funciona como un aparato de Estado e incluso paraestatal.
El nuevo gobierno deberá hacer frente, sin la autoridad de Chávez, a la
desestabilización económica que crece y a devaluaciones aún mayores de las
monedas. Sería un ajuste sin anestesia, en medio de un cambio de régimen. La
última devaluación fue presentada por el equipo actual como una decisión que
Chávez habría tomado en La Habana. Existe una fuerte crítica interna a la
gestión distorsionada de la información sobre la enfermedad de Chávez, la que
se ha interpretado como funcional al equipo que está al mando.
Después de las nuevas presidenciales,
deberán tener lugar las elecciones municipales, las cuales han sido postergadas
varias veces. Aquí, la oposición de derecha podría incrementar su
representación. La división de la derecha, como lo observó hace poco Diosdado
Cabello -presidente de la Asamblea nacional y presumible líder de la ‘derecha
endógena’- “ustedes están más divididos que nosotros”. Es cierto. Acicateada
por el uribismo colombiano, por los republicanos de Estados Unidos y por
financieros venezolanos, una minoría activa impulsa la desestabilización.
Parece encabezarla el alcalde de Caracas, Ledezma. Capriles sería la cabeza de
la fracción conciliadora. En esta crisis de conjunto, las fuerzas armadas
constituyen la carta de reserva para bloquear una disgregación política.
Se ha hablado hasta el hartazgo del
liderazgo continental de Chávez. Cuando se mira con más cuidado es ese
liderazgo el que operó, al menos en los últimos años, a la sombra del empuje de
las mineras y contratistas brasileñas, las que han impuesto su agenda a través
del ‘gobierno de los trabajadores’ de Lula y Dilma Roussef. La Unasur es un
satélite de la diplomacia brasileña. Desde las ‘reformas’ en Cuba a las
negociaciones con las Farc o los acuerdos con Irán, el operador fundamental ha
sido Brasil, no Chávez -o sea la Bolsa de San Pablo (un santuario de los
grandes bancos de inversión). No es casual que el Banco del Sur haya muerto a
manos de los intereses del BNDES -el banco de desarrollo de Brasil (el cual
financiará las obras hidroeléctricas de las contratistas brasileñas en la
patria chica de CFK).
Se ha creado una situación nueva en
América Latina. El desafío principal que ella representa es para la izquierda,
la que es marginal a todo este proceso. Sin embargo, debería ser la
protagonista histórica principal. Debería abrirse un debate continental para
caracterizar esta nueva situación y sacar de ella todas las conclusiones
revolucionarias.
Jorge Altamira
No hay comentarios:
Publicar un comentario